Hoy
me hallo en uno de los días más felices del año. Volver a encontrar tu mundo,
ese que tantos y tantos momentos ha acogido, ha sido una grata satisfacción.
Seguramente no pueda expresar con palabras la ilusión del joven que ha vuelto,
de un leve aleteo de la más dulce de las aves, a ser un niño. Ese niño feliz
con unas inquietudes maravillosas, despreocupado de los porvenires y enamorado
de su mundo, de su princesa, Eva.
No
sé cuánto durará esta sensación. Quizá no llegue siquiera a fin de año. Tal vez
nunca se acabe. Mientras tanto, la disfruto tanto como la anhelaba, saboreando
nuevos matices, melodías sacadas de la
lira de Orfeo, paisajes indescriptibles que ensanchan mi alma con esa afable,
jovial, casi perfecta niñez que llevaba tiempo sin aparecer en mi sino.
También,
como joven, multitud de vicisitudes me aguardan en la esquina. No hay aventura
sin obstáculos, no hay juego sin dificultad. Quién sabe lo que depararán.
Pero
lo que nunca deberían de llevarse, pasen los años que pasen, es el espíritu del
pequeño que se ha encontrado un regalo vital, lleno de fuerza, deseoso de
cumplir todo aquello que se le ponga por delante.
Eso,
por más que compres, bebas, salgas o estudies, es lo más complicado y, a su
vez, satisfactorio, de la vida. Afrontar los problemas como un hombre viejo,
resolverlos como si de un juego de niños se tratase.